Habiendo nacido en el 85 formo parte de una generación que ha conocido el mundo analógico pero que rápidamente se adaptó a los cambios que trajo la Revolución Digital. Creo que era Slavoj Zizek, filósofo y provocador esloveno, el que decía que era más fácil imaginarse el fin del mundo que el fin del capitalismo, refiriéndose a las obras de ficción actuales. Afirmación a la que habría que habría que darle una vuelta de tuerca más: para mucha gente es más fácil pensar en el fin del mundo que en retroceder y volver a vivir como se vivía hace dos o tres décadas.


La Revolución Digital, esa que Lassalle, uno de los pocos liberales españoles, definía en su ensayo como Ciberleviatán que todo lo arrasa, tiene una magnitud igual o superior a la anterior revolución, la industrial. Ya existe una generación que sólo ha conocido este mundo digital, y para las anteriores, una vuelta al pasado resulta casi impensable. El primer móvil, la primera conexión a internet, el nacimiento de las redes sociales, todo esto, fueron pequeños cambios que introdujimos en nuestras vidas, cambios que avanzaban en una dirección y que ahora forman parte de lo que somos.


Samanta Schweblin en su novela Kentukis pone la vista en uno de esos cambios, en un nuevo paso adelante de esta Revolución Digital en la que vivimos inmersos. Los kentukis son pequeñas mascotas con forma animal y con una webcam incorporada. Estos kentukis son controlados por personas anónimas. Así se divide a las personas entre amos de kentukis y kentakis. Entre gente que se exhibe y gente que observa. No hoy manera legal de elegir amo, sino que se establece la conexión de manera automática, y este vínculo termina cuando el kentaki es dañado o su batería se descarga.


Estaré loca pero por lo menos estoy actualizada, pensó. Tenía dos vidas y eso era mucho mejor que tener apenas media y cojear en picada. Y al final, qué importaba hacer el ridículo en Erfurt, nadie la estaba mirando y bien valía el cariño que obtenía a cambio.


Kentukis es un recorrido por esta nueva novedad tecnológica y los efectos que produce en los distintos personajes. Algunos de sus capítulos, individualmente, podrían fácilmente ser adaptados para una serie como Black Mirror. Lo que separa a ambas obras es que en la novela de Schweblin no hay o no se intuye ningún discurso tecnófobo detrás, o alguna suerte de moraleja. Sólo imagina como sería un mundo con kentukis: la persona que vive a través de su avatar, el espía, el pedófilo... Distintos usos y también distintas consecuencias que estos kentukis producen en nuestras vidas, que no dejan de ser un remedo de todo lo existente. No necesita armar un discurso para alertar de los peligros de las nuevas tecnologías, sólo describir cómo sería su incorporación a nuestras vidas.


¿Por qué las historias eran tan pequeñas, tan minuciosamente íntimas, mezquinas y previsibles? Tan desesperadamente humanas.


Schweblin tampoco está interesada en la empresa que vende los kentukis, en toda la parte más macro, sino en cómo esta tecnología nos afecta como individuos. Las posibilidades que ofrece y las que finalmente se usan. Kentakis es el espejo donde mirarnos y que muy bien podría acabar con la siguiente frase: bienvenidos al desierto de lo real.


¿Dos citas de Zizek en una entrada? Bien, chaval.