Florence and the Machine formó parte de la banda sonora
Entre unas cosas y otras o, como diría mi abuelo, entre pitos y flautas, llevaba unos cuantos años sin disfrutar de unas vacaciones. Así que decidimos airearnos un poco, y qué mejor destino para cambiar de aires y salir de la monotonía de los días grises y lluviosos de Mánchester que la soleada y tropical Escocia. Bueno, tampoco os voy a engañar, mucho sol, lo que se dice mucho sol, tampoco hizo. Pero nos llovió poco. Algún día habrá que estudiar ese concepto.

Como decía, el primer viaje de esta nueva era postapocalíptica ha sido a Escocia, y quizás por esto no puedo dejar de encontrar algo decepcionante el no haber visto bandas de caníbales, como en Doomsday, aquella película de Neil Marshall sobre zombis y un Reino Unido postapocalíptico.

¿Y qué hay en Escocia digno de ver a parte de señores con falda, os preguntaréis? Pues muchas cosas, y ya dependiendo de los gusto de cada cual, hará que merezca la pena el viaje o no. Edimburgo es una ciudad preciosa con su centro histórico medieval, su arquitectura georgiana y su reciente pasado industrial. Que es algo de lo que suelen carecer la mayoría de las ciudades por esta isla. Así, ciudades como Dundee o Aberdeen, sólo conservan su lado más industrial, y en su intento por transformarse en algo distinto, mudando a un modelo económico basado en el sector servicios, acaban pareciéndose demasiado unas a otras. Sí que hay ciudades más pequeñas o incluso pueblos no muy grandes con encanto, como Stirling, Stonehaven o Falkirk. Que esa es otra, lo bien que aprovechan esta gente para venderse. 

Y ya si te gusta como a mí lo de perderte por el monte, caminar por el bosque y subir montañas, Escocia tiene sitios y paisajes espectaculares. No pudimos subir el Ben Nevis y tuvimos que conformarnos con el Bidean nam Bian y las Tres hermanas, que la verdad es que no desmerecen en nada, y en general disfrutamos bastante de la belleza de Glen Coe. La visión de estos valles de origen volcánico cubiertos por la bruma es cautivadora, colinas coronadas por algodón desflecado y jaspeadas, ora aquí, ora allá, de un verde intenso que cubre sus lomas.

Tarde de otoño en el cementerio

Puedo decir que, aún sin haber llegado a conocer a todos los habitantes de Escocia uno por uno, la impresión que me llevo de los escoceses es que son buena gente. Buena gente con un acento raro. Después de subir y bajar montes nada mejor que pegarse una ducha ya de vuelta en el hotel y acercarse al pub más cercano para tomarse una cerveza, que no veáis lo bien que entra, y echarse un parlao con los locales. Y aquí señalar dos cosas para poneros en antecedentes: la primera es que no pisaba un bar desde hace más de un año, por aquello del virus; y la segunda es que ya antes de eso, tampoco era yo mucho de cervecear, y menos aguantando a ingleses borrachos. Y aquí los escoceses me han ganado. Por estas tierras se estilan mucho unas formas en apariencia muy corteses pero que sirven para todo lo contrario. Vamos, que te mandan a la mierda pero, eso sí, no te quejes, porque lo hacen de manera muy educada. Y es algo que me revienta. Así que mis dieses a los escoceses, que siempre me han hecho sentir bienvenido.

Adopté a estos dos. Si es que no piden pan.

Con ese paisaje y ese paisanaje es fácil comprender de dónde viene la inspiración para las historias que nos cuentan sus escritores. Porque además de hacer senderismo, visitar museos y beber cerveza, también me llevo algunas de sus historias. Como la de la estatua del duque de Gordon que hay en Elgin, que dicen que baja de su columna a medianoche para tomarse cerveza, o la que habla de Jeannie Dark, una especie de Juana de Arco escocesa. Y hablando de historias, intenté no caer en la tentación de comprar libros, pero ya he asumido que tengo que comprar otra estantería. Yo, que no quería libros en este país. Como reza un viejo dicho escocés: podrán quitarnos la vida, pero jamás nos quitarán lo bailao ni la copa de la mano.